Miguel Angel Guerrero

A 3,86 años luz de distancia de nuestro planeta, en una órbita inclinada 4,0 grados respecto al plano elíptico en el que nosotros giramos alrededor del sol (suponiendo que la Tierra no sea completamente plana, sólo un poco achatada por la parte de los polos) existe un planeta pequeño, no urbanizado, sin rotondas, tranquilo, misterioso y melancólico, llamado 5656 Oldfield.

Fue bautizado en honor a Mike Oldfield el 25 de abril de 1994, acontecimiento que le hizo muchísima gracia al músico, habida cuenta de su afición por la ciencia ficción. En el año 1999, en el programa La Cosa Nostra de TV3, se reconoció públicamente seguidor incondicional de la serie Star Trek.

La literatura de ciencia ficción y la de fantasía han sido fuente de inspiración para muchos músicos. Probablemente no sea por casualidad que se trate de músicos imaginativos, de mentes abiertas y que han ido abriendo fronteras. Por citar solo algunos ejemplos de esa teletransportación entre esos universos creativos, deberíamos mencionar a Rick Wakeman y sus ‘Mitos y leyendas del rey Arturo‘ en 1975, su Viaje al centro de la Tierra en 1974 y sus estrafalarias capas y vestimentas marcianas que luce y deslumbran en sus conciertos, que probablemente adquiría en alguna sastrería cercana a la cantina de Mos Eisley de Star Wars.

Animals, de Pink Floyd, está basado en la novela de George Orwell Rebelión en la Granja. La novela es una fábula contra las clases sociales representadas por animales y el disco es una crítica a la sociedad de consumo, donde los cerdos desempeñan un papel a la altura de su condición porcina. La figura del cerdito Algie se convirtió en un invitado muy ovacionado en los conciertos de la banda.

David Bowie se inspiró en la siniestra novela 1984 de Orwell para componer su octavo trabajo, Diamonds Dogs, que en un principio quería convertir en un musical post-apocalíptico, pero el heredero de los derechos de autor no lo vió claro y se negó a participar en la producción.

Alan Parsons debutó con Eric Woolfson (The Alan Parsons Project) en su primer trabajo, Tales of Mystery and Imagination, publicado en 1976. Es un disco conceptual basado en la inquietante obra de Edgar Allan Poe.

Su siguiente álbum también estuvo inspirado en otro autor, esta vez más contemporáneo: Isaac Asimov. El disco se llamó I Robot (hubo que lidiar con una coma en el título y abrirse a otras novelas del escritor para evitar conflictos con los derechos de la novela original de Asimov, que ya había cedido a un estudio de televisión). Para trabajar los temas del disco, Eric Woolfson se reunió con el mismo Asimov para compartir ideas de otros muchos y muy entretenidos relatos que había escrito (y seguiría escribiendo) el divulgador científico ruso-estadounidense. Lo mismo que haría Mike Oldfield con Arthur C. Clark, unos años más adelante. Pero no adelantemos acontecimientos. Evitemos, por el momento, una paradoja temporal que podríamos llamar spoiler…

La cubierta interior del disco incluía una cita a modo de advertencia sobre la relación entre los seres humanos y sus creaciones cibernéticas:

“Yo Robot… La historia del ascenso de la máquina y el declive del hombre, que paradójicamente coincidió con su descubrimiento de la rueda… y una advertencia de que su breve dominio de este planeta probablemente terminará, porque el hombre trató de crear al robot a su propia imagen”.

Por el lado de la literatura fantástica hay infinidad de referencias e influencias, estamos rodeados. Por citar solo un ejemplo fantástico en todos los sentidos, podríamos saludar al grupo Marillion, cuyo nombre proviene directamente de la inspiración de Tolkien.

Originalmente el nombre de la banda fue Silmarillion, pero para evitar problemas con los derechos de autor decidieron acortar el nombre a Marillion.

En la foto adjunta podemos apreciar al fundador y extraordinario guitarrista Steve Rothery, tras haberse zampado una epicúrea, suculenta y poco frugal merienda hobbit.

En sus inicios, se consideraba que Marillion había nacido con vocación de herederos de Genesis. Con el paso del tiempo ha seguido su propia evolución y podríamos decir que sus pasos le han ido alejando de la Comarca de la Tierra Media, pero no hacia Mordor precisamente. Probablemente han encontrado un portal a otros lugares humildemente épicos. Con discos élficos y temas para disfrutar como enanos.

Algunos años antes, los ‘ancestros’ de Marillion, Genesis, publicaban su cuarto disco, Foxtrot, cuyo primer tema era Watcher of the Skies, que también se convertiría en el primer tema de Genesis Live en 1973. Watcher of the Skies fue tocada como apertura en varios conciertos de aquella época. Peter Gabriel aparecía en los conciertos disfrazado de extraterrestre, emergiendo entre el hielo seco, con una capa iridescente, alas negras y la cara maquillada con una pintura azul que iluminaban con luz negra para que brillaran sus ojos en la oscuridad espectralmente.

La canción está inspirada en un relato corto de Arthur C. Clarke, El fin de la infancia. Watcher of the Skies fue compuesta por Tony Banks y Mike Rutherford, en Nápoles, durante una prueba de sonido, mientras contemplaban los alrededores: un paisaje que les evocaba un mundo post-apocalíptico. Buscaban un sonido atmosférico muy especial, a través de un Mellotron que les había conseguido Robert Fripp (King Crimson). Ese paisaje desolado les recordó el mundo deshabitado, yermo e inhóspito del relato de Arthur C. Clarke, de quien mucho me temo, en breve tendremos que volver a hablar… puesto que influyó muy notablemente en un adolescente británico poco convencional que acabó dedicándose a la música.

Se trataba de un adolescente con serios problemas psicológicos, con una imaginación delirante que le servía de portal mental para transportarse a un mundo lejano donde refugiarse de una realidad hostil de la que necesitaba escapar. No es extraño que este individuo, que había abandonado el colegio en su adolescencia, disfrutase de lecturas que estimulasen su capacidad de abstracción. Michael Gordon Oldfield devoraba novelas de ciencia ficción de C.S. Lewis y se sumergía en sus planetas inundados de agua dulce (así era como el escritor imaginaba que sería Venus), tal como aparece en la novela Perelandra: un planeta inundado, marino, exuberante, lleno de vida, profuso, opulento y rebosante de colores. Nada que ver con otro planeta ‘recién descubierto’ cercano a la Gargantúa de Interestellar, por cierto.

Pero, sin lugar a dudas, el otro gran escritor que más influyó en la creatividad de Mike Oldfield sería Arthur C. Clarke. Seguramente nuestro atormentado adolescente en aquellos días no podía imaginar que, muchos años más tarde, iría a visitar a su admirado escritor a su casa y charlarían amigablemente de lo divino y lo post-humano.

Arthur C. Clarke era un tipo británico, concretamente del condado de Somerset, que acabó viviendo en Sri Lanka, donde falleció a los 90 años. Por el camino, participó en la guerra como instructor de la RAF (Royal Air Force) en el sistema de defensa por radar. Finalizada la guerra, publicó en Wireless Word (una revista especializada) el artículo Extra-terrestrial Relays, en el que se basarían sesudos estudios posteriores que cristalizarían en el desarrollo de los satélites artificiales que giran alrededor nuestro, en órbita geoestacionaria, que llamaron órbita Clarke en su honor. Acuñó la célebre Tercera Ley de Clarke:

Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.

En 1948 escribió un breve relato, El centinela, de casi 4.000 palabras, con la intención de presentarlo a un concurso literario promovido por la BBC. En 1951 ese relato se publicaría en una revista de ciencia ficción y fantasía sin apenas repercusión en el género. Algunos años más tarde, un director de cine algo excéntrico, se empeñó en rodar una peliculilla basándose en esta pequeña historia. El guion coescrito por Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick estuvo nominado a los Oscars. La película no necesita presentación. 2001: Una odisea del espacio fue recibida por la crítica muy desigualmente, pero el público siempre la ha considerado simplemente una obra maestra.

Michael Gordon Oldfield tenía entonces 15 años y probablemente la pudo ver ‘cienes’ de veces. Algunas escenas de la película se le debieron tatuar en la retina y posiblemente la historia mutaría su ADN, moldearía su flexible cerebro y abriría su mente a lugares en el tiempo y el espacio que hasta ese momento nuestro Miguelín no había explorado.

Subamos a la máquina del tiempo, que bien puede ser un DeLorean, y avancemos solo un poco. 4 años más adelante. Mike Oldfield tiene 19 años. Ha compuesto su primera obra. El empresario Richard Branson, aconsejado por Tom Newman y otros productores, y a pesar de que era completamente incapaz de entender de qué demonios iba ese tipo de música (musicalmente, a nuestro diletante Richard Branson, le gustaba Cliff Richard… no hay más preguntas, el testigo puede retirarse), apuesta por ese trabajo y pone en marcha una empresa discográfica (Virgin) con ese primer disco. Como primer disco del catálogo de Virgin, debería haber llevado el nº 001, pero el joven y extraño compositor se opuso y consiguió que ese disco llevase el nº de catálogo 2001. En la portada del disco, diseñada por Trevor Key, aparece un tubo retorcido (visualmente elegante y no como se supone que quedaron las auténticas campanas tubulares que Mike Oldfield aporreó como un simio, en un estado alterado, por haberse resistido a emitir el sonido que él tenía en la cabeza) sobre una playa. En la contraportada se distinguen perfectamente los restos de una hoguera y unos huesos en la orilla de la playa. Esa imagen pretende evocar una famosa escena de ‘2001‘ en la que aparece un simio golpeando unos huesos que rebotan contra la arena, giran, ascienden y siguen ascendiendo hasta que… (si no has visto la película, ya tardas).

En 1979, la NASA decide producir una película documental de la aventura espacial, conmemorando el décimo aniversario del aterrizaje en la Luna del Apollo 11. Para llevar a cabo el documental, Tony Palmer, el productor a cargo del proyecto, visita las instalaciones en Washington de la agencia espacial y aluniza y alucina con la ingente cantidad de imágenes de archivo de las distintas misiones espaciales. Palmer tuvo acceso incluso a los diálogos entre los astronautas y el centro de control. La calidad y la espectacularidad de las imágenes impresionaron al productor, que no tuvo ninguna duda a la hora de escoger que música tendría que acompañar a esa película: Mike Oldfield.

Para el montaje de la banda sonora, contactó con Virgin y se dedicó a escoger extractos de los discos publicados por Mike Oldfield, versiones orquestales y material inédito que no se había publicado hasta la fecha. Extractos de Tubular Bells, Ommadawn, Incantations, Hergest Ridge y Portsmouth suenan poderosos y evocadores, imbricándose en las secuencias espaciales perfectamente. La película se presentó en Cannes en 1980 (un año más tarde).

10 años después de Tubular Bells, en 1982. Mike Oldfield trabaja en un disco con una cara vocal y otra cara completamente instrumental. El disco se llama Crises y se publicará en 1983. El título del disco se refiere muy específicamente a Sea of Crises, en latín Mare Crisium. Mare Crisium es un mar lunar ubicado al norte del Mare Tranquillitatis. La portada del disco es una recreación de un cuadro del artista Terry Illot, del que Mike Oldfield se había enamorado un tiempo atrás (del cuadro, no del artista). Un paisaje evocador, enigmático, de 3 elementos y un tono verde perturbador que filtra la imagen, como estirando el momento hacia otra realidad. Una silueta de un hombre contemplando una torre edificada en medio del mar. Toda la escena está iluminada por la luna llena, con ese onírico filtro verdoso.

Mare Crisium es el lugar que Arthur C. Clarke había escogido para emplazar una construcción extraña que atraía misteriosamente a un selenólogo (geólogo lunar, dicho pedantemente). Wilson es un científico dedicado al estudio de la geología lunar. Pasa días, semanas y meses observando el entorno de Mare Crisium hasta que una de las montañas a la orilla de ese mar lunar llama su atención sin ningún motivo aparente. Asciende la montaña, consciente de que está pisando lugares donde nadie había estado antes. Nunca, en el sentido más absoluto y abisal de la palabra nunca. En la cima de la montaña se encuentra una gran explanada rodeando una estructura piramidal de 3 o 4 metros de altura, que no debía estar allí. Es una estructura artificial que alguien había emplazado en ese preciso lugar, en esa montaña, en la orilla del Mare Crisium, para que nos observase, como un centinela, con una paciencia imposiblemente eterna, miles de años, esperando que llegásemos a ella para dar aviso a quienes la hubiesen construido. Esa estructura piramidal se convertiría en el Monolito más famoso de la historia del cine, en el guion de la película que Michael Gordon Oldfield había visto con 15 años.

Un año más tarde, 1984, aparece el siguiente trabajo oldfiliano: Discovery. Discovery es el título de la canción que da nombre al álbum y es el nombre del primer transbordador espacial de la NASA que despegaría por primera vez ese mismo año, y es el mismo nombre del barco que acompañó al barco Resolution que llevaría a James Cook en 1904 (a quien nuestro músico le dedicaría una pieza instrumental muchos años después) en su último viaje de exploración, y es el mismo nombre de una nave espacial de 140 metros de longitud y 17 de ancho, equipada con 6 motores de plasma, combustible de amoníaco líquido y una inquietante computadora modelo HAL 9000. En el mismo disco, espléndidamente ochentero, viene otra canción sideral: Saved by a Bell, un poderoso tema sinfónico cuya letra nos lleva de viaje por la Vía Láctea, con paradas en todas las constelaciones.

6 años más tarde: 1990. Algo muy parecido al Monolito de Tubular Bells, perdón, de 2001: Una odisea del espacio, algo misterioso con esa misma capacidad magnética de atraer la curiosidad del ser humano, aparece en un breve relato que escribió William Murray, músico, fotógrafo y buen amigo de Mike Oldfield, mientras colaboraban en la composición de una obra maestra de la música contemporánea. El humilde relato no pretende la trascendencia de Clarke, por supuesto, sino todo lo contrario; tiene un carácter mucho más cercano, mundano, simpático y humano, sin esa solemnidad espacial. Pero con una intención evocadora parecida. Este relato se eliminaría injustamente en las últimas ediciones del disco. No descartemos una infantil venganza de Richard Branson, habida cuenta de que se trata del disco más anticomercial de Oldfield, porque se trata de un solo tema de 60 minutos en el que se escucha desde una parodia de Margaret Thatcher hasta un mensaje secreto en Morse mandando a Branson a tomar por…

Año 1990 y el disco se llama Amarok. El poeta surrealista Paul Éluard dijo:

“Hay otros mundos, pero están en este”

 … y en mi subjetiva opinión, en relación a Amarok, sencillamente podríamos decir que:

Hay otras músicas, ¡pero están en ésta!

El disco es un trabajo de orfebrería de estudio, un alarde técnico y un ejercicio descomunal de libertad musical, de abandonar prejuicios musicales, dejarse llevar y tocar y tocar y tocar, como si no hubiera un mañana, sin filtros ni autocensuras. Una declaración de principios. Una especie de oráculo musical. En el divertido listado de instrumentos que emplea el músico, guitarras, flautas y teclados aparte, aparecen irreverentemente objetos tan absurdos como un perro de juguete, un cepillo de dientes, copas de cristal, cubos de fregar, martillos, una caja de cartón donde guardaba los componentes de un avión de aeromodelismo y unos extraños tubos metálicos colgantes largos y delgados (así es como se refiere, sin mencionarlas, a las campanas tubulares). El relato de Murray es un enigmático cuento en el que dos amigos que viven en una aldea africana (podría ser Madagascar y podría no serlo) salen en la búsqueda de una supuesta estatua dorada que de alguna manera confunde a quienes pretenden acercarse a ella y consigue que, cuanto más cerca estén, más alejados de ella se encuentren.

Finalmente llegan hasta el lugar y resulta que no era una estatua sino una figura dorada de un brillo deslumbrante que emite voces y sonidos mágicos:

“Tiene distintas voces: algunas felices, pero otras tristes. Causan un estruendo como un balón, murmullos como un niño, golpes como brazos resplandecientes de un millón de percusionistas, crujidos como el agua en un vaso, cantos como una amante y lamentos como un sacerdote.

– Sólo le he escuchado decir una palabra – dijo el otro.

– Dije que depende de como escuches – le respondió, mirándolo.

– ¿Qué quieres decir?

– Imagina una criatura con una melodía por voz. Puedes escucharla o no.

– No entiendo – dijo el otro.

– Se describe a sí mismo, pero no puede verlo; cuando él lo ve, no puede describirlo. Pero el sonido siempre está, sonaría siempre.

Se sintió tranquilo. Pasó mucho tiempo. El segundo hombre se giró hacia el primero.

– No parece como si fuéramos a escucharlo, ¿verdad?.

– Lo he oído.

– Pero no hay ningún sonido. Ninguno. ¿De qué estás hablando? – le dijo, mirándolo con mucha atención.

– Anímate, oreja de trapo – dijo – Tan sólo es un cuento de hadas, ¿no es verdad?”

Demos otro saltito en la máquina del tiempo, 4 años. Estamos en 1994, el 25 de octubre, en el Planetarium de Londres. Mike Oldfield convoca a la prensa para presentar probablemente su trabajo más explícitamente vinculado a la ciencia ficción, porque se trata de un disco con el mismo nombre que la novela en la que se ha inspirado para crearlo: Cánticos de la lejana Tierra (The Songs of Distant Earth). La novela que Arthur C. Clarke escribió en 1986, una space opera utópica muy emocionante. A Arthur C. Clarke se le ha criticado por tener un estilo excesivamente técnico o científico (ciencia ficción dura) y en esta novela pretende desmarcarse de esa etiqueta y profundiza en la psicología de los personajes, dedicando más atención a los escenarios emocionales que a los alardes tecnológicos. Mike Oldfield, que siempre había querido desarrollar algún disco conceptual inspirándose en alguna obra de su escritor preferido, encuentra esta novela especialmente apetitosa para hincarle el diente. Fue Rob Dickins, ejecutivo de Warner Music, quien le sugirió esa aventura espacial. Eso es lo que contó unas semanas más tarde en el Planetario de Madrid, en la presentación ‘ibérica’ del disco, el 10 de noviembre. Me imagino que la presentación en Madrid sería una réplica de Londres, no lo puedo asegurar, pero la presentación y posterior rueda de prensa en Madrid fue tan espectacular como emocionante. Los privilegiados que pudimos asistir estuvimos sentados en la sala principal del Planetario, en las butacas ergonómicas con el respaldo inclinado, en penumbra y en silencio observando la cúpula del techo abovedado sobre la que se proyectaban las constelaciones. En un momento dado, las imágenes empiezan a girar vertiginosamente y la proyección nos va mostrando la Vía Láctea desde distintos ángulos y perspectivas subjetivas. Las luces se van atenuando y suena una melodía electrónica que aumenta en volumen hasta que llegan unos sonidos orgánicos, que recuerdan a ballenas o delfines. Poco a poco vamos reconociendo las llamadas de las ballenas y la música arropa esas voces con ecos submarinos. Suena una voz humana recitando palabras de la Biblia. Estamos escuchando los primeros compases del nuevo disco y todo nos sorprende. La calidad del sonido es excelente y parece llegar de todas partes. Suena un ritmo extraño, los teclados marcan un tono atmosférico y escuchamos una guitarra impresionante, cristalina y fluctuante, limpia y profunda, tocando una melodía deslumbrante con unos efectos de eco que acercan, alejan, alargan unas notas que nos traspasan. Es una melodía que parece estar construida dejando microespacios o hiperespacios que nosotros rellenamos. La melodía ya forma parte de nosotros y nosotros la completamos con unas notas que no escuchamos, pero estaban ahí. Las imágenes proyectadas nos van señalando una trayectoria entre las estrellas. Al sonido de la guitarra y los teclados se suman unas voces electrónicas como dando instrucciones y marcando compases, luego llegan unas extraordinarias voces blancas cantando en latín. Nunca habíamos escuchando nada parecido, esa confluencia de sintetizadores etéreos, esa guitarra guiando una melodía inacabada, esas voces blancas, esos ritmos hipnóticos… Estoy sobrecogido intentando asimilar todos esos sonidos, todos esos matices, todos esos mundos. La voz humana que recitaba el libro del Génesis es las del astronauta Bill Sanders, mientras orbitaba la luna, en la nochebuena de 1968. Las voces orgánicas efectivamente pertenecen a ballenas. Conocimos esos detalles en la posterior rueda de prensa. Ese primer fragmento se llama In the Beginning, la segunda pieza con la guitarra se llama Let There Be Light (Hágase la luz). No puedo racionalizar ese momento y ahora entiendo perfectamente la famosa frase de los Borg al Capitán Picard : “La resistencia es fútil. Me abandono a las sensaciones y me dejo asimilar.

La música nos sigue envolviendo en paisajes siderales, las imágenes se siguen moviendo en la proyección hasta que una luz potente y el sonido de una explosión nos cambia la perspectiva y ganamos velocidad sublumínica propulsados por el sonido de unas gaitas electrónicas espectrales que nos arropan en nuestra huida del planeta Tierra. La nave que nos lleva se llama Magallanes. Aterrizamos (otro tema del disco, First Landing) sobre unas islas de un planeta oceánico (Thalassa, tanto en la novela como en el disco). Los sonidos son envolventes, se oye el rumor del mar en la playa y las melodías electrónicas en segundo plano nos mecen como si también fueran olas. Se encienden las luces, baja el sonido de la música y poco a poco intentamos salir del trance. En la pantalla aparece Mike Oldfield, en lo que parece el puente del Enterprise, saludándonos y diciéndonos que en unos momentos se teletransporta a Madrid y nos espera en la sala de prensa.

La gente de Warner nos reparte los CD’s con el disco y nos explican que, en la pista 1, hay un juego interactivo que podemos ver en los distintos ordenadores que han habilitado por el Planetario. Todos eran Apple Mac y los periodistas, con más o menos displicencia, fueron buscando la manera de echarle un vistazo al juego. En los altavoces del Planetario suena el disco entero.

Estoy impactado con la cantidad de efectos sonoros que escucho y la mezcla de estilos, sonidos, ecos, ritmos, voces… Algunos años más tarde aparecerían Adiemus, Karl Jenkins y demás grupos que jugarían con las músicas étnicas, con cantos gregorianos, con ritmos electrónicos, pero The Songs of Distant Earth fue precursor de todos ellos. Esa música, en ese momento, era familiar y extraña, reconocible y desconocida, fresca y arcana, todo al mismo tiempo.

En el disco se pueden escuchar: cánticos de voces blancas en latín, cánticos de voces polinesias, de indios nativos, suajilis, esquimales, unos teclados ambientales, unos ritmos cadenciosos y unas escalas imposibles, unas guitarras desgarradoras y unas guitarras elegantes. En la penúltima pieza del disco, llamada Ascension (capítulo 47 de la novela), Mike Oldfield emula el sonido de:

“Un espectro de armonías cambiantes que cubrían la gama auditiva hasta sus límites… parecía la nota más grave de un arpa gigante, cuyas cuerdas estuvieran tensadas entre los mundos… el incesante choque de las olas en el mar del espacio lanzándose contra las costas de todos los mundos”.

Aunque te parezca increíble, si hay alguien capaz de conseguir recrear ese escenario sobrecogedor es Mike Oldfield, doblando y redoblando acordes imposibles con sus guitarras eléctricas en el estudio de grabación, en un vórtice interdimensional que, de alguna manera, consiguió meter en un humilde CD de música. A propósito de los efectos especiales que van apareciendo en el disco, Mike Oldfield contaba para La Vanguardia:

“Tengo grabados, en todos estos ordenadores y aparatos, todos los sonidos musicales que ha producido el ser humano. Y no sólo él, sino los animales y hasta las cosas. Lo más difícil es seleccionarlos para conseguir los efectos deseados y representar lo que quiero”.

A modo de anécdotas, su hija Molly toca algunas notas en los teclados; en uno de los temas se escucha una frase extraída de un capítulo de la serie Lost in Space; para el anuncio del ‘nuevo’ Ford Mondeo recrearon (indisimuladamente) la melodía del tema Let There Be Light. Este tema fue el segundo single del disco, cuya melodía ya se había insinuado en un pasaje de Amarok. El videoclip del tema fue rodado en Los Angeles mezclando imágenes reales con montajes digitalizados y se llevó un premio en un festival de animación en 1996. El videoclip no ha envejecido nada bien y no puedo evitar soltar un respingo cada vez que veo la escena de los ciclistas en la playa… es que no puedo con ello, esa tontería tan absurda es que me saca de quicio.

En la rueda de prensa explicó como se había inspirado en paisajes alucinantes como el Gran Cañón del Colorado, en escenarios oceánicos y en la amigable charla que pudo mantener con Arthur C. Clarke en su residencia de Sri Lanka. Contó que se lo habían pasado muy bien juntos y le había sorprendido la vitalidad del escritor que, a pesar de su edad, aún era capaz de hacer submarinismo en aquellos extraordinarios mares. Le preguntaron si Clarke había podido escuchar el disco. Mike dijo que se lo hizo llegar en cuanto terminó de editarlo y que al cabo de unos días el escritor le llamó para decirle que lo había escuchado 3 o 4 veces, lo cual él interpretaba que era una manera muy británica de decirle que le había gustado. Y sonreía divertido y satisfecho mientras lo decía…

El escritor le dedicó estas palabras para celebrar la salida del disco:

“Bienvenido al espacio, Mike. Ahí fuera todavía hay mucho sitio” .

El disco tuvo dos portadas distintas: en la primera versión aparece una nave espacial ‘orgánica’ diseñada como una mantarraya; la segunda versión muestra a un hombre plantando esferas de luz en un paisaje azulado (en realidad se trata del desierto de sal en Nevada debidamente retocado digitalmente), mientras varias rayas marinas sobrevuelan la escena.

La pista interactiva era un juego muy sencillo que daba acceso a una serie de imágenes digitales, entre las que las que destacaría una escena en la que aparece el propio Mike bromeando en la sala de hibernación y otra escena con Mike tocando el tema del single Let There Be Light.

Algunos años más adelante, nuestro músico de cabecera se inspiraría en la teoría de Pitágoras de la Música de las Esferas. Un delirio de estupenda imaginación clásica, jugando con la idea de que el cosmos, el universo, es perfecto porque está regido por números y armónicos, y todos los astros que pueblan el firmamento emiten un sonido. Una música imperceptible para nuestros sentidos. Johannes Kepler, en el siglo XVI, ‘perfeccionó’ la teóría griega y, después de descubrir las órbitas elípticas planetarias, escribió su tratado Harmonices Mundi donde se permitió el lujo de asignar notas musicales a los distintos planetas en función de su movimiento, con sonidos más graves o más agudos en relación a su velocidad. El disco oldfiliano se llamó Music of the Spheres y se publicaría en 2008. Es un trabajo enteramente orquestal, no interviene ningún instrumento electrónico y se grabó con una orquesta sinfónica en los estudios de Abbey Road de Londres. Precisamente en los mismos estudios donde prácticamente empezó todo, donde Mike Oldfield, en 1971, comenzó a experimentar con las grabaciones de sus propias ideas mientras trabajaba para Kevin Ayers. Aquel chaval de 18 años, extremadamente tímido pero enormemente curioso, que se atrevía a tocar cualquier instrumento que se le pusiera por delante y se le encendían los ojos observando las mesas de sonido. Unos meses más adelante, cuando en los estudios The Manor de Virgin Records grababa su ópera prima con nocturnidad y alevosía… el destino quiso que se encontrase con unos peculiares tubos metálicos de percusión a los que decidió extraerles las notas que le conectasen con la música universal. Esos instrumentos de percusión son las campanas tubulares y por lo visto… inexplicable y mágicamente, consiguieron esa conexión.

A modo de conclusión, en mi modesta opinión, en algún momento, alguien relacionado con el mundo del cine debería plantearse muy seriamente llamar a la puerta de la residencia Oldfield en Las Bahamas y proponerle participar en la banda sonora de alguna película de ciencia ficción lo suficientemente interesante como para motivarle. Estoy completamente seguro de que si la producción y el guión valen la pena, la banda sonora oldfiliana podría ser tan épica como sensible. Mike Oldfield ya compuso la banda sonora del film  The Killing Fields que, por cierto, emocionó profundamente a Arthur C. Clarke, según confesó en alguna entrevista. La experiencia no le resultó tan gratificante como el músico esperaba porque no se dieron las circunstancias más favorables. Mike estaba trabajando en otros proyectos, estaba de gira promocional. El director de la película le exigía cambios de última hora constantemente, conforme iba modificando el montaje de la película. Finalmente utilizaron la banda sonora sin tener en cuenta el criterio del compositor a la hora de sincronizar las escenas sobre las que había compuesto los distintos temas. Según dijo Mike Oldfield, algunas escenas no coincidían con los temas que había escrito para acompañar las imagenes.  Y a pesar de todas esas circunstancias, es una banda sonora extraordinaria, capaz de evocar momentos terriblemente dramáticos, escenas de alta tensión y secuencias melancólicas de extremada sensibilidad.

Con toda la experiencia acumulada y los recursos aprendidos, podríamos disfrutar de unas bandas sonoras espectaculares, que no dejarían a nadie indiferente. A ver si hay algún valiente que se atreva… ¿quizá Danny Boyle, que ya contó con Mike Oldfield para componer la música de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres, y quedó sorprendido por la creatividad y capacidad de adaptación del músico?

Puedo imaginar perfectamente la continuación de cualquiera de las dos sagas estelares que todos tenemos en la cabeza con una banda sonora de Mike Oldfield.

Afortunadamente, en nuestro caso, todos estos discos, todas esas músicas no se perderán como lágrimas en la lluvia. Podrán cambiar el formato (cassette, vinilo, CD, soporte digital), pero esa música ha trascendido al propio autor y a nosotros mismos y ya forma parte de Musica Universalis.

Only Time Will Tell…

Epilogue: The Next Generation

No se me ocurre mejor manera de cerrar el artículo que con este sorprendente vídeo, grabado por el propio Mike Oldfield, agradeciendo a la Agencia Espacial Europea el detalle de haber contado con el tema Sentinel como parte del proyecto que puso en órbita el satélite artificial Sentinel-1, que despegó propulsado por un cohete Soyuz el 3 de abril de 2014. En el video ‘doméstico’ que grabó en su casa, flanqueado por dos pintorescos guardaespaldas, nuestro Mike Oldfield reconoce su afición a estos temas, su adicción a la ciencia ficción y les desea buena suerte.

Spoiler: Hay una simpática escena ‘post-créditos’

[PÁGINA PRINCIPAL]